¿Quién no ha dialogado alguna vez con semejante acumulación de ladrillos? ¿Quién no ha hecho gala de una práctica que lejos de parecer una locura se asemeja mucho más a un acto cotidiano que a un efecto extraordinario de falta de lucidez?
Desde luego escuchar parece que escucha y permanece impasible mientras arrojamos una palabra tras otra intentando construir una conversación que en el fondo sabemos que resulta imposible pero que, en cambio, alivia en buena medida la presión que ejerce sobre nosotros el anhelo por conseguir que nuestro mensaje no caiga en manos del olvido y, sobre todo, que ni siquiera llegue a salir de nosotros mismos.
Y lo cierto es que aunque de sobra sabemos cuál es su papel, sus atribuciones, sus aspiraciones, siempre albergamos la esperanza de que algún día pueda superar sus limitaciones, sus propiedades inertes, y nos devuelva en forma de respuesta tantas y tantas palabras que imagino habrá acumulado con el paso del tiempo.
A todas esas paredes les pido, por tanto, que se apiaden de quienes les otorgamos un protagonismo inmerecido, de quienes vemos en ellas no sólo un conjunto de bloques mejor o peor alineados, de quienes, en definitiva, creemos firmemente que las cosas pueden cambiar, que no deben conformarse con lo que son, de quienes vivimos en el convencimiento de que no todo está perdido por imposible que parezca.
Una pared no es sólo un muro, una divisoria, un aislamiento, sino es una oportunidad, un reto, un desafío en el que se sumergen aquellos que se identifican con la tenacidad y la perseverancia.
Algún día la pared responderá y será en ese momento cuando descubramos si realmente estamos en disposición de escuchar, si realmente acudimos a la pared para dialogar o si por el contrario lo hacemos para interactuar con algo que no nos va a obligar a pensar, a reflexionar, que en definitiva no nos va a poner contra las cuerdas ni nos va a situar en una posición incómoda.
