Que sí, que somos galgos, con distintos collares, eso sí, de diferentes linajes y pedigrí, pero galgos al fin y al cabo. La mayoría de gente no es consciente de que su papel en la vida es el de representar a un animal que, con la suficiente dosis de engaño, corre y corre tras una liebre que el propietario del canódromo se ha encargado de colocar para hacernos creer que tenemos un objetivo que no es otro que el de alcanzar nuestro anhelo, cubrir nuestras expectativas y perseguir un sueño que a su vez es la clave en toda esta carrera que representa la vida.
¿Quién gana en todo este espectáculo? Sin duda el propietario del canódromo y los corredores de apuestas, dos privilegiados actores que a costa de los galgos tratan de obtener cada vez más emolumentos. El propietario del canódromo diseña las instalaciones, marca el trazado y, en definitiva, construye el sistema sobre el que van a operar los galgos y los corredores de apuestas, dos grupos de individuos con intereses encontrados, con objetivos aparentemente similares, – ganar – pero con resultados muy diferentes, pues los galgos son, me temo, los que menor premio reciben pese a que son los que mayor esfuerzo emplean.
Y así es la vida, un trazado plagado de ciclos que vuelta tras vuelta nos demuestra que por mucho que creamos avanzar, por mucho que corramos, la naturaleza del propio trazado nos impide salir de una espiral que lejos de de resultar tediosa nos proporciona los suficientes alicientes que en forma de liebre esperamos, o más bien ansiamos alcanzar. Además, y pese a ser los protagonistas indiscutibles del espectáculo, los galgos son los que se sitúan en la parte más baja de una cadena a la que propietario y corredores de apuestas se aferran para permanecer en un plano de confort que también es una ilusión pues si los galgos se negaran a correr se daría fin al espectáculo. Pero eso es mucho pedir, me temo.